Recordando el Mariel
Mons. Agustín Román
La noticia recibida el
pasado 12 de diciembre, de que el Tribunal Supremo emitía una decisión
declarando ilegal el mantener detenidos en prisión a personas que ya han
cumplido sus sentencias, nos llenó de alegría a todos los que hemos trabajado
durante dos décadas porque la justicia se humanizara. Esto nos hace comprobar a
los creyentes que la oración siempre triunfa, tarde o temprano.
Recuerdo que durante 25 años he visto a hombres de la Arquidiócesis de Miami
abogando porque la justicia fuese acompañada de la misericordia, especialmente
en el caso de los detenidos. La oficina de los detenidos en nuestra
Arquidiócesis siempre trabajó por todos y cada uno de los presos y de los
familiares que a ella acudían, y soy testigo de esto porque allí trabajé por 19
años.
Recuerdo que al llegar los desterrados del Mariel les recibíamos en Cayo Hueso y
en Miami con la ayuda de los miembros de nuestros Movimientos Apostólicos. Les
ofrecíamos el consuelo de la fe, como hermanos, sin olvidar sus necesidades
materiales, las que cubríamos de la mejor manera posible, con lo poco que
teníamos.
Recuerdo que entre aquellas 125,000 personas que llegaron en cinco meses a
través del puente Mariel-Cayo Hueso, había algunos enfermos mentales y morales,
que habían sido sacados de las cárceles por el gobierno cubano para dañar la
imagen de los desterrados. La gran mayoría de los que llegaban, sin embargo, era
gente buena en busca de libertad.
¡Cuántos sufrieron cárcel en este país por ser honestos y decir la verdad, que
habían sido prisioneros en Cuba acusados de peligrosidad, es decir,
desobediencia al sistema! Tristemente, todos fueron tratados de la misma manera,
sin habérseles reconocido el derecho a tener una justa defensa. Muchos quedaron
detenidos indefinidamente.
Recuerdo la preocupación del Arzobispo McCarthy, de Monseñor Bryan Walsh y del
padre (hoy Obispo) Thomas Wensky, entre otros, a los cuales acompañé pidiendo
clemencia a las autoridades, y pidiendo comprensión a los que aquí no
comprendían la triste situación. No he podido olvidar el dolor de las cárceles,
que se reflejaba en los millares de cartas que nos enviaban continuamente,
cartas que siempre contestaba gracias a un grupo de buenos voluntarios que
siempre me acompañó.
Recuerdo la labor de las Hijas de la Caridad en la Ermita, consolando a las
madres y esposas que nos visitaban después de haber trabajado duramente en dos o
más lugares para poder ganar el sustento de sus hijos, ya que sus esposos
permanecían detenidos por Inmigración, a pesar de que ya ellos habían cumplido
con la justicia.
Recuerdo cuando, con Monseñor Boza primero, y con Monseñor Enrique San Pedro
después, tratamos de poner la verdad sobre la mesa para que se comprendiera que
no era justo mantener personas en prisión después de haber cumplido su
sentencia, porque su país de origen, al cual se trataba de deportarlos, no
quería recibirlos.
También recuerdo el trabajo de nuestro laicado, cuando se formaron dos
coaliciones en busca de darle una solución verdaderamente humana a la difícil
situación de los refugiados detenidos, en Atlanta con el abogado Gary Leshow, y
en Miami con Alberto Müller.
Recuerdo hasta dónde llegó la desesperación de los detenidos al conocer que el
gobierno de Estados Unidos y el de Cuba habían acordado que ellos debían ser
devueltos a la isla. La desesperación los llevó a quemar las cárceles, y
llevados por la violencia, tomaron de rehenes a las personas que trabajaban en
las mismas instituciones penales. Fueron días de inolvidable angustia.
Recuerdo que acompañado del Dr. Rafael Peñalver, que se preocupó siempre porque
la justicia se humanizara, nos encontramos con los prisioneros en Atlanta y en
Oakdale respectivamente, en noviembre de 1997, algo que, tristemente, se repitió
en Martinville en 1999.
Fue de gran consuelo la disponibilidad de los miembros de las distintas
organizaciones cívicas cubanas para integrar un grupo de trabajo (Task Force).
Nos reunimos semanalmente por más de dos años, lidiando con el Departamento de
Justicia y con cada caso en particular, buscando no solamente la deseada
libertad personal de cada detenido, sino, además, el bien común, con una buena
integración en su familia y en la sociedad.
Todos oramos. Recuerdo también la solidaridad de hermanos de otras
denominaciones . No puedo olvidar el poder de la oración, demostrado cuando la
ira se cambió en mansedumbre en aquella tarde de Oakdale. Todavía me parece ver
cómo las rústicas armas que los detenidos se habían construido, desconfiando de
toda autoridad, caían al suelo al pedirles que rezáramos el Padre Nuestro, como
los hijos de dirigen al Padre en los momentos de necesidad.
Lo que la fuerza no pudo lograr durante dos semanas, lo pudo la oración en un
minuto.
Entonces se alcanzó una solución parcial. Ahora, con la noticia del pasado 12 de
enero, al declarar el Tribunal Supremo la ilegalidad de mantener en prisión a
una persona que ha cumplido su sentencia, alcanzamos la solución total, no sólo
para los cubanos que vinieron por el Mariel, sino para cualquier persona que se
halle en situación semejante.
He orado por muchos años con el rosario en la mano, y continúo haciéndolo, para
que Inmigración y Justicia se pongan de acuerdo, ya que la justicia se puede y
se debe humanizar con la misericordia.
“He orado por muchos años con el rosario en la mano, y continúo haciéndolo, para
que Inmigración y Justicia se pongan de acuerdo, ya que la justicia se puede y
se debe humanizar con la misericordia.”
“La gran mayoría de los que llegaban era gente buena en busca de
libertad”
Fuente: Revista Ideal Enero del 2005 No.332